Descubre el ‘Ritual del Lagarto’
Juan Carlos
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Escúchame, Emi. Yo soy el que entrega las cartas desde el futuro, cuarenta años adelante. Soy el cartero y también el que responde. Soy el que está al otro lado en la estación de las ferrovías que se bifurcan”.
Jim Morrison, el Rey Lagarto, es encontrado muerto, y este hecho es el detonante para que un joven escriba cartas a su yo del futuro, quien se ha convertido en todo lo que él detesta, y responde desde su propia realidad.
Emi es un adolescente que poco a poco se descubre a sí mismo en un México marcado por las cicatrices de la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y el Jueves de Corpus, en 1971.
La música, el primer amor y la sabiduría de un abuelo que se transforma en chamán para establecer un vínculo en el tiempo son la pauta para comenzar una travesía por la memoria.
A continuación, te presentamos un fragmento de este libro escrito por Armando Vega-Gil:
Me caga que los adultos siempre tengan la razón.
Me pudre y repatea el hígado que, cuando confirman sus cochinas predicciones, alcen el índice, lo dirijan hacia el centro de tu cara de idiota y te restrieguen su frase célebre de «¿Ves?, te lo dije». Juntan las cejas, tuercen la boca, triunfantes, y te clavan la mirada como dos picahielos que te obligan a arrastrar los ojos por el piso: ojos de gusano insano, ojos de cucaracha gacha; entonces, no queda más remedio que bajar la cabeza con los dientes apretados y el rostro hirviendo de vergüenza.
Pero, ¡qué te digo! Debes de recordarlo, ¿no? ¡Lo tendrás que recordar! Yo y esta maldita manía de ponerme rojo por cualquier estupidez; por ejemplo, cuando me descubren en una mentira o saco un seis en el examen de álgebra; cuando una chava que me gusta hace gesto de asco luego de invitarla a dar una vuelta a la Alameda.
Y es que, ahí te va: apenas siento un ligero rastro de sangre coloreándome las mejillas, un calorcito que me sube como quien no quiere la cosa a la azotea (mercurio en un termómetro avergonzado), no hay fuerza humana ni Alka-Seltzer que eviten ponerme más y más colorado. Ruborizarme me sonroja. Sonrojarme me ruboriza. Los bordes de las orejas se me ponen como rondanas a fuego lento y duelen. ¡Ufa!, a veces creo que la maceta va a tronarme en un círculo vicioso de tepalcates craneanos y vueltas coloradas ascendentes (una peor de roja que la otra), pero el rubor se detiene para mi perra suerte en una máscara de comezón sudorosa, cachete brilloso, ojo inyectado, y el silencio pone en evidencia lo que soy: un debilucho avergonzado de todo y de nada, un agachón.
Ese semáforo en rojo de mi cara es la señal de «Siga» (no de «Alto») para que la momiza —como se les dice en estos días a los ñores, aludiendo a las momias de Guanajuato y Tutankamón—, para que los mayores se avoracen con mi derrota, me avergüencen y, ¡pisoteen! Bueno, tampoco tan así de que me pisoteen o escupan sobre mi tumba; pero sé que revientan de ganas de burlarse de mí, juzgarme y, ¡grrrr!, demostrarme que son más sabios e inteligentes que yo, de humillarme como cuando el delantero guapo del equipo contrario le mete gol a nuestro feo portero en un tiro penal. Pero como lo que ellos pretenden —según sus escrúpulos didácticos— es darte una Inolvidable Lección de Vida, los señores y sus señoras se tragan su mal disimulada fiesta y comienzan la cantaleta didáctica: «Blablablá».
Y no, no es que siempre tengan la razón, para nada; de hecho, tiro por viaje se equivocan, mienten, exageran y opinan muy seguritos de lo que ignoran: pero si los cuestionas hasta arrinconarlos, arman tremendo escándalo con tal de tapar con ruido sus fallas: «¡Blablablá!». Cuando se dan cuenta de que la cagaron, creen que tienen (más bien, lo tienen, a secas, sin creeres de por medio) el derecho de manosear la verdad, igual que masa para tortillas, que harina para bolillos, hasta salirse con la suya; de lo contrario, si insistes en ponerlos en evidencia, en cuestionarlos, se acaban los permisos para salir a jugar futbol con Ramoncito y el Gus, o ensayar con los babosos de tu conjunto, el Güevo y Mota. Si tus calificaciones bajan de ocho a menos seis y te mandan a exámenes extraordinarios, de castigo se pudren los chances de comer en casa de los cuates y te quedas sin cenar; súmale las cero oportunidades de ir al cine que, de cualquier manera, estaban anuladas porque, desde que eres adolescente, se acabaron los domingos, ¡para los pinches diez pesos que me dan cada fin de fin semana!, ese billete seboso con la cara de un cura senil, con su mirada de Padre de la Patria que parece atravesarte —como lo hacen los ojos de rayos equis de Supermán— y se pierde en un vacío de astigmatismo bizco. ¿Así miraría el subversivo cura pelón al pelotón de fusilamiento? En sus marcas, apunten, listos… ¡tómala, barbón! ¡Bang! Como en la rola de Jim Morrison y los Doors, «The Unknown Soldier». Dime tú, en el futuro, ¿los billetes de diez pesotes seguirán teniendo al soldado desconocido, Miguel Hidalgo y Costilla, en su portada?
Diescubre este nuevo libro que nos trae Ediciones B y sigue pendiente de nuestras publicaciones para enterarte de todas las novedades de literatura.