FRAGMENTO
El vrykolakas la observó con amargura.
— Acéptalo, la muerte nos marca —dijo con la certeza que sólo pueden tener aquellos que la han sentido.
— No —le respondió Al-Harawi-, la muerte no es nuestra marca, todos tenemos la venganza tatuada en el alma: tu mujer, mi esposa y mis hijos nunca descansarán en paz hasta que la sangre del Profeta tiña nuestras espadas.
La sorna se adueñó del rostro del vrykolakas. Él y Al-Harawi podrían vengarse sin problemas, pero ella aún era un enigma.
— ¿Tú también podrías vengarte? —le preguntó con voz casi burlona —. Piénsalo: muy pocos pueden asesinar a los que aman.
— Yo nunca lo amé.
— ¿Estás segura?
Al-Harawi se interpuso entre ellos.
— A veces, lo mejor es el silencio —les dijo —. Tenemos una promesa y eso es lo único que importa.
Es cierto, Al-Harawi había cumplido su primera promesa: en Kamal, sólo unos cuantos conocían el secreto, pero esa noche, mientras la depravación del mar cancelaba la posibilidad de la esperanza, él se atrevió a hacer la pregunta que era como un zarpazo en su garganta. Muchas veces, cuando ella dormía, él se había negado a poner en sus labios la delicada lengua de un ave pequeña para que respondiera sin despertar. Eso era malvado, impuro. Sin embargo, Al-Harawi tenía que saber, tenía que conocer aquello que nadie era capaz de preguntar.
— ¿Lo amaste? —murmuró sin mirarla a los ojos.
La mirada de ella se perdió en el infinito. |